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EZEQUIEL MARTINEZ ESTRADA

 

LA CABEZA DE GOLIAT 

(1940)

 

ESTADIOS

 

El pueblo de la metrópoli tiene sus pasiones hondas e irrefrenables. Una de ellas, la más típica y vehemente, toma el aspecto eterno del fútbol. Los estadios de deportes, construidos especialmente para los espectáculos de ese tipo, con capacidad para más de cien mil personas, se convierten los días feriados en templos al que concurren feligreses de un culto muy complejo y antiguo. La forma que reviste es sencilla: asistir con desbordante apasionamiento a un partido de fútbol que el espectador profano jamás podrá sentir qué significa. Es un acto que acumula el violento deseo de lucha, el instinto de guerra, la admiración a la destreza, el ansia de gritar y vituperar. No es un juego, por supuesto, sino un espectáculo semejante a una ceremonia religiosa con que los pueblos antiguos calmaban la necesidad de arrojar de sí a los espíritus de la ciudad sometidos por la disciplina y las normas de convivencia social. Con la misma necesidad catárticas se va a la iglesia y se iba al teatro de Dionisios.

Desde horas antes de iniciarse el partido afluyen a las tribunas toda clase de gente, desde todos los barrios de la ciudad. Trenes atestados, tranvías, ómnibus y coches que en ocasiones se alquilan colectivamente transportan a una población que el resto de la semana se somete a las tareas sedentarias y acata las demás ordenanzas urbanas. Ese día pertenece a la divinidad de ébano. La pista, de un atenuado verde de gramilla, se destaca en el redondel de las gradas que forman un anillo viviente y vibrante. Es la misma plaza de toros, la misma disposición romana del circo, y es la misma muchedumbre que espera ansiosa el misterio de su brutal purificación. EI horizonte se recorta en el cielo; las altísimas paredes de circunvalación del estadio se levantan por encima de toda perspectiva. No existe la ciudad, no existe el mundo

E1 círculo de espectadores encierra como en una isla apartada de la vida, de la historia, del destino, una población que ha roto todo vínculo con la familia y el deber. Han borrado de su memoria todo el pasado, han suprimido su propia existencia de ciudadanos con nombres, edad, domicilio y oficio, para reducirse a entes abstractos, entidades de pasión incandescente de libres e irresponsables efusiones. Cuando aparecen en la pista los jugadores, un torrente de voces rueda por las gradas y se eleva al firmamento vacío.

Entonces se opera el misterio de la fascinación. Desde ese instante el estadio se desconecta de la tierra y emprende su marcha de bólido a través de un piélago de emociones. Es como la sala oscura del cinematógrafo: un lugar fuera del espacio, del tiempo y de la realidad.

Los jugadores, vibrantes en la misma onda caliente del público, concentrados en sus músculos, como los rayos del sol con la lente, las miradas y los impulsos de la pasión, juegan como si defendieran su vida de las fieras. Es la pelota como el león o el toro, un objeto que asume un significado simbólico, de un valor que no puede medirse sino por la tensión de quien combate a muerte.

La pasión de los jugadores y del público no es pura, como tampoco en las carreras, donde el interés de la apuesta absorbe al espectáculo magnífico de los caballos y los jinetes con chaquetillas de colores.

En la pasión que hierve en los estadios de fútbol están en combustión todas las fuerzas íntegras de la personalidad: religión, nacionalidad, sangre, enconos, política, represalias, anhelos de éxito, frustrados amores, odios, todo en los límites del delirio, en fundida masa ardiente. Los jugadores van liberando, exacerbando, sofocando esos líquidos ígneos como si maniobraran en cauces con diques y fosos en que ese raudal toma forma. Las alternativas del juego configuran la monstruosa fisonomía pasional de cien mil seres homogeneizados en los saggars de los altos hornos humanos.

Los jugadores sólo en segundo término tienen personalidad. Ante todo representan a un club, y eso es lo que atrae o repele a los adeptos. La insignia adquiere la importancia de un lábaro; la lucha es del carácter religioso de las cruzadas. Ver N. del E. y es únicamente en los días hábiles, en las fotografías de las revistas y en las láminas de colores, donde las figuras más destacadas o el team entero cobra valores de icono; cuando atemperados los ardores de la pasión encendida, la idolatría se mantiene en los límites del fervor y la devoción. Mientras el juego dura, es un club contra otro, una enseña contra otra, los adictos contra los adversarios lo que actúa, se mueve y enciende la pasión.

En cierto modo todos los afiliados a ese club más los simpatizantes vienen a configurar un clan. Mucho mejor que en barrios y en clases sociales, la población de Buenos Aires se encuentra dividida en clanes, según los clubes de fútbol, y esos clanes pueden coincidir no con el plano de la ciudad, aunque la simpatía no establezca entre los individuos ningún vínculo superior al de un previo acuerdo. La condición positiva del clan es la tensión contra los demás clanes; tiene como función esencial la descarga de enconos y esto da los caracteres bélicos entre los clanes, en que los miembros de cada uno de ellos no se sienten ligados entre sí sino en cuanto combaten juntos contra el enemigo común.  

Estos tumores dominicales y festivos que forman y se disuelven inadvertidamente para la actividad restante de la urbe, purgan a sus células patógenas de peligrosas fuerzas antisociales que podrían hacer trepidar la ciudad y, en cualquier grado, henchirla de humores y gases maléficos hasta que estallara. Purgados así los espíritus para llamarlos de algún modo, los ciudadanos regresan a sus casas despojados de una carga hostil, aun cuando su club haya perdido y lleven en el corazón los resabios amargos de la derrota que los alcanza a ellos, inevitablemente, con visos de desdicha personal. Ese encono, esa amargura están purgados también. Son formas atenuadas y de laboratorio de aquellos virus destructores. Pero tampoco, para ser justos, debe atribuírseles a los pobres adeptos más culpa de la que tienen. Es el clan, institución eterna, que los precedió por decenas de millares de siglos y que los sobrevivirá con no menos largueza, el núcleo de esas fuerzas antisociales y disolventes que se cuajan con aspectos deportivos y mancomunales Otra N. del E. La ciudad engendra esos tumores que rellena con ciudadanos; ellos no vienen a tener otra intervención que la de los rehenes que no se sabe por qué destino han de aplacar con sus vidas las furias de las divinidades de ébano. Toda ciudad se gesta partenogenéticamente sus estadios de box, de fútbol, de competiciones violentas, sus hospitales, sus bibliotecas, sus comisarías y sus hampas. Está en el plano de la ciudad.

 

El estadio, donde se reúnen las grandes multitudes para presenciar esos espectáculos es, lo mismo que la fuerza de la policía, uno de los estigmas característicos del régimen metropolitano; aquí está, si es que existe en alguna parte, su drama esencial: la proeza espectacular y la muerte espectacular

En la mayoría de esas exhibiciones se estimula un sentido invertido de la vida, como consecuencia del miedo y de la proximidad de la muerte.  La mutilación de las víctimas destinadas al sacrificio es uno de los momentos intensos del espectáculo, tal como ocurría antaño en los combates de gladiadores romanos o en los asesinatos exigidos por el ritual azteca. Sin la muerte, o la amenaza de la muerte, el populacho siente que ha sido engañado; por eso es necesario reforzar la intensidad de los juegos menos peligrosos, tales como el béisbol o las carreras de caballos, con apuestas, a fin de alcanzar el grado de excitación que produce una competencia de cowboys o una carrera de automóviles. No sólo los que presencian esos mórbidos espectáculos sienten las emociones que producen sino también aquellos lo suficientemente humanos como para aborrecerlos, pues la radio y el diario les darán todos los detalles de esas exhibiciones. 

Lewis Mumford

La cultura de las ciudades  (IV, 12)

 

Cuando esas conglomeraciones adventicias revisten su papel auténtico, despojadas del hábito circunstancial con que asisten al estadio, es al derramarse por la ciudad, regularmente en camiones, agitando sus lábaros y entonando estribillos de júbilo que no alcanzan a ser canciones. Son gritos, actitudes que se vociferan y se arrojan a la cara de los transeúntes, bocanadas de ancestrales hálitos de caverna.

Se siente un estremecimiento en las carnes no menos antiguo que esas voces. Esas partículas de población pueden polarizar por cualquier motivo de análoga naturaleza. Son las que también engruesan las manifestaciones políticas, en muchedumbres que emplean los mismos estribillos, con las mismas tonadas y el mismo agresivo ademán. Antes eran también las máscaras que, desgraciadamente, van desapareciendo o cambiando de disfraces. A N. del E.

Los políticos hacen presa, como las fieras al acecho, de esas muchedumbres. Se entregan aparentemente a ellas; concurren a sus estadios para exhibirse y, si están en el poder, descienden a veces a la pista para iniciar el juego. La muchedumbre los aclama o los silba y es lo mismo. E1 político sabe que aplauso y silbido significan una demostración pasional, un santo y seña de entusiasmo irracional, que tarde o temprano ha de servirles.  Ir a N. del E.

Los resaltados no pertenecen al original. Son respnsabilidad del editor.

 

 

NOTAS DEL EDITOR

La primera vez que el autor de este trabajo escuchó la expresión los colores para condensar dónde está ubicado el tótem, lo aglutinante pasional, fue en enero de 1983, en boca del cura Angel Farinello, en su capilla de Quilmes, a propósito de una muerte ocurrida en la Boca la Noche de Reyes. En cuanto al mote de cruzados, que es uno de los más apropiados para encuadar a los barrabravas, surgió durante una charla informal con un alto jefe policial, considerado el hombre que más sabe del tema, durante una charla informal en el Departamento Central de Policía, dado que carecía de autorización oficial para hacerlo y apareció tal cual en la serie de notas publicadas en el vespertino La Razón desde el 16 hasta el 22 de junio de 1988. En las dos circunstancias, si bien se conocía este TXT del santafesino autor de Radiografía de la pampa, por haberlo leído en ocasión de la aparición de la antología hecha por Juan José Sebrelli en 1967, no fue hasta su relectura, casi dos décadas después, que se apreció y precisó la justeza de lo que aparece aquí.   Volver al punto anterior. 

Este tema es fundamental y se sostiene que buena parte de la problemática del fútbol, sobre todo de la violencia que erupciona en los ´60, gira en torno de él. Sin embargo, no se lo ha discutido y a veces ni siquiera se lo menciona. Cuando estuvo de visita el sociólogo francés Christian Bromberger, en el momento del diálogo con el público asistente se le preguntó sobre el particular y respondió enfáticamente, sin dudar, por la negativa. Para él, la sustentación y lo que está en juego es lo tribal. Lo clánico tiene solamente que ver con lo parental, sanguíneo, tal como lo plantea Claude Levy-Straus y que para él no cabía duda alguna al respecto. Las limitaciones idiomáticas y lo poco apropiado del lugar y del escenario para abrir aunque sea un mínimo debate cercenaron la posibilidad que fundamentara más su posición y poder apreciar por qué su condición de europeo puede ser lo que lo lleve a tal afirmación y si ésta se puede universalizar. Por último, no se puede dejar pasar por el alto el augurio que se hace el autor en lo que hace a la perduración futura de estas organizaciones, justamente por esas características. El español Vicente Verdú asegura, sin contradecir para nada lo aquí expuesto, que todo el deporte, particularmente el fútbol, por un lado participa de lo histórico y político, de lo temporal, en cuanto fenómeno social que necesita de organización, escenarios, etc., pero que tiene el otro pie en lo intemporal, en lo eterno, en cuanto se encuentra inserto en el inconciente atemporal de la especie en cuanto que se trata de un juego y de un ámbito, donde según sea el autor, yace un denso plafond instintivo como lo agonístico, lo guerrero, lo histriónico, el amor y las ataduras a las pertenencias más primarias y elementales, el espíritu de manada, etc. Retornar al punto anterior.

 El remate es justo quizá el tema más irritativo y menos abordado de manera desapasionada, desprejuiciada y racional, cuando el fútbol tiene como característica esencial que futboliza todo lo que toca o todo el que se le acerca, como queda más que en claro a todo lo largo del TXT de Martínez Estrada. La aseveración tajante lleva el peligro máximo de decir sólo una parte de la verdad. Sobre este particular, aquí se comparte más el criterio del español Vicente Verdú, quien en los estrechos parentescos existentes entre el deporte en general, y muy en particular, el fútbol, el político efectivamente lo que busca casi con desesperación en esos escenarios es la gloria y la eternidad que a su rol social le están negados por definición y que el acontecimiento deportivo, en cambio, lleva en sí mismo por default. Han pretendido, no pocos autores y menor felicidad, hacer casi una mimésis entre política y fútbol, la utilización casi a piaccere de éste para objetivos bastardos y antipopulares, para lo cual se trae de los pelos una supuesta declaración de guerra entre dos países centroamericanos como consecuencia de un partido, la concepción nazifascista del asunto, la concepción peronista, el dichoso Mundial 78 y la Junta Militar exterminadora. Por el contrario, como el mismo Martínez Estrada afirma un poco antes, en torno a la indiferencia, al mundo aparte casi ajeno hasta de la ley de la gravedad, es la característica más relevante. Arturo Frondizi quiso frenar su caída organizando un encuentro internacional de la selección. Alberto J. Armando creyó que con haber sido el amo feudal un cuarto de siglo nada menos que en Boca Juniors le iban a llover los votos para ser gobernador de Buenos Aires. Los militares argentinos genocidas se embriagaron con la amenaza de eternidad del triunfo futbolero. ¿Cómo terminaron, por más que no se haya podido llevar a cabo un condigno castigo? Por supuesto, no se puede dejar pasar que casi medio siglo después de esta afirmación, en plena vigencia de la Sociedad de Consumo y con lo efímero que se ha vuelto todo, los políticos no sólo busquen cada vez más refugio en el deporte en un ritmo de vida cada vez más deportivo y donde figuras emblemáticas del deporte se vuelquen a la política para paliar la orfandad de lo representativo y cada vez más periodistas especializados en deporte se vuelvan analistas políticos. En todo caso, sospechamos, esto no hace más que reafirmar lo efímero, la falta total de futuro del actual orden social, la permancia del deporte en tanto juego, por más que pueda ser espectacularmente estigmatizado y basteardeado hasta bordear lo circense, como rechaza Martínez Estrada por momentos con indignación, desgraciadamente se sospecha que al momento del balance final olvida poner en el platillo algo que él ha afirmado de manera urticante un poco antes: la secular presencia de lo clánico y la imposibilidad de superar esto que se creía una etapa. Carlos Marx y Sigmund Freud le pusieron diferentes etiquetas a lo mismo, pero a la conclusión a que llegaron es casi la misma, y sin rozar para nada lo deportivo.  De vuelta al punto anterior.

Los enmascaramientos, las pinturas tribales en la cara, en general la carnestolenda, ha crecido notoriamente y en proporción a la merma del juego como al crecimiento de la Sociedad de Consumo y el gran acicate de los medios masivos electrónicos de comunicación. Algo parecido sucedió con la imposición de cantitos en prácticamente todas las actividades de la vida argentina. En lo mejor de su momento, el tenista Guillermo Vilas tuvo su propia barra brava dirigida nada menos que por José Luis Clerc, (a) Batata. Toda la paquetería del Buenos Aires Lawn Tennis Club y los deportistas visitantes, acostumbrados al glamour del deporte blanco, a pesar de ser altamente profesionalizados, tuvieron que soportar con bastante estoicismo la gritería, repiqueteo, ablandamiento, pullas y otros artificios del aliento moral muy común en el fútbol, éticamente muy mal mirado en esta otra disciplina como algo extradeportivo que empaña totalmente el fair play.  Todos los estribillos, muy particularmente enfatizados en sectores intelectuales medios y progres, tienen el indudable sello tribunero que pretende agregarle el oropel de popular. Lo interesante para acotar, aprovechando la circunstancia, es que el estallido provocado a medias espontáneamente, a partir del MIE 20/12/01, a medida que eran más amplios los sectores medios, tanto del escaño superior como del más inferior de la clase media, abundando mujeres, los cánticos y estribillos abandonaron abruptamente el corte futbolero, volviéndose simplotes en sus consignas, sin la elaboración repentista y aguzada de los bastoneros tribuneros de oficio, un indicativo de que el fútbol sigue careciendo del gran anclaje que se le adjudica.   A donde se partió.

 

 

 

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